Yellow Cab

El tipo tenía un peinado a lo Elvis Presley en combinación con un bigotito de bolerista latinoamericano. Siempre de manga larga y un pañuelo empapado con el zumo del dolor de un macho cabrío que canta en los bares al lado de la vellonera. Se quitaba la camisa en el balcón y se quedaba en una camisilla sin mangas fumando, mirando al horizonte. A veces se buscaba en los bolsillos. Siempre tenía menudo. Colocaba los chavitos prietos en un pote de cristal y con el resto salía y regresaba al rato con una cajetilla de cigarrillos en el bolsillo de la camisa.

Así recuerdo al Man, como lo llamaba su familia -nunca frente a él- los domingos, cuando íbamos al residencial a visitar a los primos de los primos. Una familia extendida en el más amplio registro de la palabra extensión. Todos eran primos. Hasta los vecinos más cercanos. 

Era un apartamento de dos cuartos en el que vivían seis personas. Yo era muy pequeño. Tanto que me parecía grande aquel apartamento y Joseíto, el único que me hablaba directamente, era mayor que yo y apenas tendría ocho o nueve años. Siempre hablaban de lo bueno que era para las matemáticas. Lo envidiaba porque a mí los números me daban vértigo desde que me acuerdo.

El Man -que en realidad se llamaba José- se quedaba siempre en el balcón que daba a la calle del edificio E. Apenas hacía 10 años se había construido aquel complejo residencial con el que el gobierno pensaba resolver las diferencias de clases. José- el Man- venía de un campo de Carolina, una vieja hacienda cañera abandonada en la que trabajó su padre hasta morirse y él desde los 12 hasta los 14, cuando se dedicó a otra cosa que nadie sabe qué era. Joseíto siempre le buscaba la vuelta. Trataba de estar cerca de él y establecer alguna comunicación con el galán de novela. Rara vez el Man le devolvía el interés.

En algún momento dejamos de visitarlos. 30 años después, Joseíto, que ahora se llamaba Cheo, estaba en casa de una vecina de mi Vieja, reparando unos closets de madera y unas puertas. El niño matemático era ahora carpintero. Si lo apuraban mucho también jardinero. Lo saludé cuando salió a lavarse las manos afuera, en la manguera del jardín. Respondió al saludo con un leve gesto levantando las cejas. No quise interrumpir su silencio laborioso.

Hace años, el Elvis criollo con cara de Aceves Mejía fumaba mirando al horizonte cuando en un movimiento desusado acarició la morusa de Joseíto que estaba ahí a su lado como quien no quiere la cosa. Lanzó el cigarrillo del balcón a la calle y se dispuso a salir. “¿Te acompaño?” se atrevió a preguntar el niño. El Man lo miró a los ojos unos segundos. Sonrió. “Vamos a hacer una cosa, cuenta estos chavitos que hay aquí en el pote, y cuando yo regrese del colmadito me dices cuánto hay” – le dijo el Man a Joseíto, que jamás había escuchado oración tan larga de su padre. El Man salió a buscar cigarrillos. Jamás volvió a verlo.


Cuando comenzó a trabajar de carpintero en la fábrica de muebles se enteró por el supervisor, que era del mismo residencial y se tomaba sus cervezas en el mismo bar que el Man, que su Viejo era taxista en Nueva York. Cheo siguió trabajando como si le hubieran dicho que esa tarde iba a llover.

Meses después, en Semana Santa, Cheo tomó un vuelo para Nueva York. Corrían los años 70’s. LLegó de madrugada. Una sola maleta. De mano. Desayunó en la 106. Caminó hasta Central Park y esperó dos horas y media mirando cuidadosamente a los taxis estacionados. De repente se acercó a un conductor rodeado de otros taxistas contando alguna cosa. Los demás se reían y alguno se agarraba los güevos como si en el acto de reírse se le fueran a caer. El taxista parlanchín, amablemente, le preguntó al recién llegado hacia dónde se dirigía. “A ninguna parte” dijo Cheo. Abrió un bolsillo de su pequeña maleta y sacó un envase de cristal. Abrió la tapa de plástico y arrojó las monedas en la cara del taxista. 

Son 247 chavitos prietos, pedazo de cabrón-. Nunca más volvió a verlo.

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