UN HOMBRE CAE

Voy distraído por la calle pensando en lo mucho que han tardado en imprimir un libro de René cuando veo a un hombre dar un paso en falso frente a la parada de guaguas y caer a la avenida. No pudo detener el golpe con las manos. La cara en el asfalto. Sentí el golpe en mi propia cara. Me detengo y me bajo del carro. Corro hacia el hombre. En la parada un bultito con par de cosas. El hombre sangra por la boca. Tiene sangre en las manos y la camisa manchada. Le pregunto si puede ponerse de pie. No sé si se ha golpeado una rodilla o los tobillos. Levantarlo podría hacerle más daño que bien. Tiene más o menos mi edad. Trato de levantarlo. Unos obreros que a la sazón están reclamando sus derechos se acercan y uno de ellos lo levanta rápidamente. Lo ayudamos a sentarse. Me alejo unos pasos para llamar a emergencias. Y me siento profundamente triste. Ese hombre soy yo. Lo vi caer. Lo vi golpearse duro con el suelo. Lo vi tratar de levantarse y rodar en la calle. Está esperando transportación pública. Se ve muy pálido y débil. Sangra. Ese hombre es cualquiera de nosotros empobrecido por un sistema que nos abandona, que nos golpea, que nos lanza al suelo con un empujón. Y allí están los obreros, la mujer que se detuvo también, ayudando, consolando. Esos somos nosotros. Levantando a quien se cae. Maldita sea. Es hora de que seamos nosotros los que estemos de pie. Como ahora que nos ayudamos. Que se caigan ellos. Que los dientes rotos sean los de ellos. Que esa soledad sea la de ellos. Que esa solidaridad los lance al suelo y que los recoja el mismo infierno en el que quieren convertir el país. Me contesta el 911, les doy la dirección, ya vienen. Mientras tanto obreros, la mujer, traen agua, un pañuelo, la mano en el hombro y yo trato de no cagarme en la blasfemia y entonces trato de no llorar de rabia y él dice que está bien. Pero no está bien. Lo vi caer. Rodar. Sangra. No. No estamos bien, carajo. Tenemos que estar bien. Tenemos que acabar esto. Tenemos que levantar al que se caiga y que ese espacio en el suelo lo ocupen los hijos de puta que siempre tienen formas de escapar de sus trampas y de sus pecados contra nosotros y nosotras a quienes se nos ha partido un diente alguna vez esperando que llegara un transporte a la vida digna.

Se los cuento y pienso que este evento desaparecerá justo cuando ponga el punto final. Que esto es solo una expresión súbita y unos gestos humanos espontáneos, sin concierto. Alguien podría leerlo como un cuento, no como un testimonio real.  Desde hace mucho tiempo supe que contar la verdad, los hechos verificables, la historia y los recuerdos, tiene una común naturaleza discursiva y en ocasiones una misma estrategia discursiva. Cuando Salvador Brau nos historiaba sobre aquellos franceses dejados a su suerte en un campo de refugiados que, por virtud de tratados internacionales, pasaron a estar en un campo de concentración en Arecibo parecería que uno lee una novela. Pero no. Es historia. Y hoy es olvido. A mí me parece un relato aleccionador. Los refugiados, los enemigos, tuvieron que escapar. Los que no lo lograron murieron a manos de los soldados de la isla. Es un relato duro. Cruel. Real. Pero lejano en el tiempo. Vernos caer al suelo, sin embargo, es algo diario. Escuchar las mentiras, ver cómo se teje una telaraña de fraudes, temblores, huracanes, ineficiencia, polvo del Sahara, y aquí estamos, levantándonos. Una historia repetida hasta el cansancio. Y no, no quiero contar otra vez que un hombre cayó al suelo y lo levantamos. Quiero contar que de esta vez nos levantamos y quienes cayeron fueron los que quieren mantenernos en el suelo o esperando que llegue la esperanza en forma de guagua que nos llevará a un lugar en el que tendremos que limpiarnos la ropa manchada, la boca sangrante.

Imágen de portada por EllysArting. Puedes ver y comprar su trabajo Aquí

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