Alguna gente quiere irse al campo porque es más tranquilo. Y tienen razón. Hace 30 años, el barrio Sonadora era más tranquilo que los alrededores de la plaza de Guaynabo. Había una barra colmadito atendida por su propio dueño al borde de la PR-834 que atravesaba el barrio donde podías tomarte una cerveza tranquilo.
Del dueño del negocio me reservo el nombre y de uno de sus clientes habituales también. El cliente, una vez, le hizo un favor al dueño. Le llevó un cuartillo de leche a la casa, que estaba justo detrás, subiendo una cuesta desde la que podía verse toda la carretera arbolada. El hombre entregó la leche a la nena. Y al verla tan linda le echó maíz desde su boquita de comer adornada con un bigotito anacrónico de cantante de boleros.
El cliente habitual le comenzó a ofrecer sus servicios al dueño para lo que fuera. Hasta de plomería sin ser plomero. El dueño del negocio ni caso que le hacía. Sin embargo, una tarde en la que me encontraba solo allí con él (era un sábado santo y llovía a cántaros) me pidió que le cuidara el negocio en lo que subía a la casa a llevarle un cuartillo de leche a la nena que le salió cafetera. “Si viene alguien le dices que vengo ahora”. Seguro, le dije yo, pensando en lo chévere que era que me tuviera confianza.
Entró un desconocido que se sentó en la barra y le dijé “Él viene ahora”. Me miró con desdén y ni las gracias dio. “Que se cague en su madre”, pensé, pero no dije nada porque soy un tipo pacífico.
El dueño tardó más de lo que esperaba. Había terminado mi cerveza, había dejado de llover y el calor y la humedad me decían, “paga y vete pa’l carajo”, pero el dueño había confiado en mí y aguanté. Quería darle el peso y cumplir con decirle al que llegue que él viene ahora.
Llegó con la camisa empapada y rojo. Sacudía la sombrilla y la dejó abierta casi a la entrada. Murmuraba. El nuevo cliente pidió un trago y lo sirvió rápido y sin cariño. Se me acercó y me dijo “coño, gracias, perdona que me tardé pero es que ese cabrón…” y entonces me contó que al llegar a la casa se encontró con que el cliente habitual estaba echándole maíz a la nena a través del portón. Que se había molestado y le dijo dos o tres. Que el tipo le dijo que solo estaba hablando y que la nena estaba al otro lado de las rejas. El dueño le dijo que no quería verlo más por allí y que al final se fue con una media sonrisa despidiéndose de la nena con alguna galantería. “Clase de cabrón”, dije, para expresar mi solidaridad con el dueño. Pagué y me fui.
Como al mes me mudé para Río Piedras y en ese último día de mudanza paré allí para tomarme una cerveza. Sábado en la tarde. Había cinco o seis tipos tomándose unas frías y par de señoras comprando arroz, latas de salchichas y aceite. El dueño me reconoció con el consabido “eje, tanto tiempo” que me hizo sentir como que era parte del pueblo precisamente ahora que me volvía a ir. Le hice el cuento corto aún más corto y me fui tomando la cerveza. De repente miró por encima de mi hombro en dirección a la entrada. Frunció el ceño y agarró el paño de limpiar la madera de la barra. Su frente se relajó y creí ver en sus ojos una breve fulguración de tristeza, pero a lo mejor son pendejadas de la memoria.
Cuando salió de detrás de la barra lo seguí con la vista y entonces vi al cliente habitual sentado en una mesa junto a tres tipos que contaban un chiste, me imagino, porque uno de ellos se agarraba los huevos de repente y luego los soltaba. No se cruzaron miradas el dueño y el cliente. El primero salió del negocio sin decirme “si viene alguien le dices que vengo ahora”. Ni a mí ni a nadie. Aquello me dio mala espina. De repente hacía un calor de Cuaresma. Salí afuera, al borde de la calle, a la sombra de un flamboyán. Si yo fumara me hubiera fumado un cigarrillo. Adentro las mujeres esperaban a que alguien les cobrara el arroz, las salchichas, el aceite. Recuerdo que pensé que quizás se acercaba un huracán y yo no me había enterado. Entonces fue que fue.
Vi con el rabito del ojo que el dueño bajaba la cuesta y cuando estaba como a tres pasos de la entrada percibí el reflejo del machete. Me quedé afuera, a la sombra del flamboyán, con el corazón en la garganta. Escuché la voz del cliente haciendo una pregunta retórica: “¿Qué carajo te pasa?” luego sillas arrastrándose y un sonido de lechonera de Guavate cuando te están cortando la carne que pediste. Uno, dos, tres, cuatro y dos segundos después cinco.
No recuerdo si alguien gritó o si hubo alguien herido. Yo me quedé afuera. El dueño salió afuera con el machete ensangrentado. Miró para lejos. Entonces se dio cuenta que estaba allí. “¿Tienes cigarrillos?” me preguntó. “No, yo no fumo, pero te busco uno” le dije, justo cuando salía con las manos en la cabeza uno de los clientes. “Lo mató, lo mató” me dijo. “Sí. Dame un cigarrillo”. El hombre, temblando, me dio un cigarrillo y el encendedor. Lo prendí y le dije al dueño: “Con mentol”. Se encogió de hombros y se sentó en el escaloncito de la entrada al negocio. Le entregué su cigarrillo. “Gracias, hermano” me dijo.
Llegó la policía y dije la verdad. Yo no vi nada que ellos mismos no hubieran visto. Un hombre que fuma a la entrada de su negocio. Al lado suyo hay un machete ensangrentado. Ese mismo día terminaba mi mudanza. Abandoné otra vez la tranquilidad del campo.
Arte: "Flamboyán" de Orlando Vallejo A la venta en Matadero Contemporary Art