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EXTRAÑAS CAPTURAS

 Si el comandante Ortiz comienza a disparar esto va a ser un éxito. Samuel está tirando unas fotos con desgano y yo tomo notas esperando que algo suceda. “En este año se ha notado que hay una baja tendencia de tráfico ilegal de suramericanos por la zona del puesto fronterizo de Peñas Blancas”, anoto. “Por ello el Ejército da seguimiento a la captura de este grupo raro de personas”. Raro es la palabra que usó el militar. ¿Lo suramericanos son un grupo raro de personas o es raro que crucen las fronteras? En este punto los medios de comunicación se debaten. Como escritor propongo hacer un circo con los suramericanos caminantes. Elaborar un relato verídico sobre mutantes venidos del espacio. A fin de cuentas hablan nuestro idioma pero cada uno con acentos extraños. Que si cambiando r por l, que si aspirando las eses finales. Ni modo que aspiraran las heces. Eso lo hace otra gente, otros mutantes.

Lo cierto es que “El Ejército ha detectado por puntos no habilitados de la frontera sur el tráfico de indocumentados de nacionalidades un tanto diferentes a las que habitualmente se detectan por esa zona”, anoto. La zona, se entiende, del puesto fronterizo de Peñas Blancas. Si el comandante Ortiz pierde la paciencia por el calor, o simplemente porque hoy tiene ganas de experiencias límites, esto va a ser mi momento cumbre. Sin embargo, Ortiz indicó que “no hemos podido determinar el trasfondo del traslado de estas personas”. Ortiz, se me olvidaba, es el vocero de las fuerzas castrenses que miran detenidamente todo lo que se mueve a lo largo de la frontera, incluyendo pajaritos preñados.
“En meses anteriores el Ejército detectó a ocho indocumentados chinos, que en su momento fueron remitidos a Migración y Extranjería. Normalmente las personas que detectamos por esa zona son ecuatorianas y peruanas, y nos llama la atención que ahora sean de estas nacionalidades”. De las nacionalidades chinas. Que hablen cantonés o mandarín.

Vista la situación y partiendo de la premisa de que pronto seremos invadidos por los chinos, me adelanto. Voy a escribir una novela china. En español, claro. Cosa de que seré el primero en escribir una novela china que será la traducción al español de la traducción al chino. Se las resumo:

El primer capítulo será sobre esos dos cónsules en Haití que fueron sometidos a la Justicia por tráfico ilegal de indocumentados chinos y por drogas. Lo de las drogas es obvio. Tiene que haber drogas en el asunto y una mafia poderosa.

El segundo capítulo, que imitará los partes de prensa, llevará al lector hasta Los Angeles. LOS ANGELES (AP) – Las autoridades federales han desmantelado una red que ofrecía a jugadores endeudados una jugosa recompensa a cambio de casarse con ciudadanos asiáticos que procuraban obtener la ciudadanía de Estados Unidos. Las autoridades arrestaron esta semana a 11 de los 44 hombres y mujeres sospechosos de participar en la red, que según se a!rma cobraba a indocumentados chinos y vietnamitas hasta 60.000 dólares para casarlos con ciudadanos estadounidenses a !n de obtener permisos de residencia.

Una de las acusadas de dirigir la red, Marian Therese Thai, una agente de viajes de 53 años, se entregó a las autoridades el viernes. La agente enfrenta numerosos cargos federales, entre ellos conspiración, albergue de indocumentados y fraude matrimonial. Los organizadores visitaban con frecuencia los casinos del sur de California, donde solían hallar a jugadores que habían perdido gran cantidad de dinero.
“Hallaron personas que estaban en una racha perdedora y que estaban dispuestas a hacer algo ilegal si el precio era adecuado”, dijo Virginia Kice, portavoz de la Agencia de Inmigración y Aduanas.

Thai dirigía la operación desde su agencia MT Travel de Westminister, donde producía fotos falsas de bodas, declaraciones conjuntas de impuestos y cartas de amor, dijeron los funcionarios. Las autoridades descubrieron que había algo raro cuando los empleados de inmigración hallaron casos de estadounidenses que solicitaban tarjetas de residencia para más de un cónyuge.

Las autoridades creen que algunos ciudadanos recibieron hasta 5.000 dólares a cambio de contraer matrimonio con indocumentados extranjeros.  Bueno, sí, es poco dinero, pero le imparte realismo a ésta, la primera novela china antes de la invasión china. Necesito sinónimos para “las autoridades”

El tercer capítulo será sobre las costumbres sexuales. La importancia de esto es que serán las costumbres que poco a poco se impondrán en esta otra parte del mundo. Aunque pensándolo bien quizás sea mejor empezar por ahí. Es decir, un primer capítulo de prácticas sexuales. Un gancho comercial. Sexo es igual a ventas garantizadas. Entonces intercalar algunas cosas que realmente me interesan. No es que no me interese la chingadera, es que me interesan otras cosas también. Pero yo sé que si la novela comienza con las palabras del Comandante Ortiz sobre las extrañas capturas en el puesto fronterizo de Peñas Blancas generaría escaso interés en los jóvenes lectores. A menos que el susodicho militar los masacre, los torture, escoja algunas mujeres para integrarlas a un mercado de prostitución. Ah. Ahí está la conexión. Una gran red de prostitución en este lado del mundo y mato dos pájaros de un tiro. Extrañas capturas y costumbres sexuales. Eso adornado con juegos, laberintos. Describir las fotos falsas de bodas, las cartas de amor que la agencia de madame Thai preparaba. Esta será la gran novela china de occidente.

Ese es un plan a largo plazo. Ahora, mi éxito depende de que el comandante Ortiz comience a disparar. Le miro los ojos. Los gestos. El tono de voz. Noto que poco a poco va perdiendo la paciencia ¿Y si con disimulo pongo mi navaja de pelar frutas cerca de uno de ellos y grito que está armado? Tengo sed, dice Samuel. “Venir hasta acá a tomarle fotos a chinos sentados en el suelo” murmura, decepcionado. Espérate, le digo. Esto se va a poner bueno.

UN HOMBRE CAE

Voy distraído por la calle pensando en lo mucho que han tardado en imprimir un libro de René cuando veo a un hombre dar un paso en falso frente a la parada de guaguas y caer a la avenida. No pudo detener el golpe con las manos. La cara en el asfalto. Sentí el golpe en mi propia cara. Me detengo y me bajo del carro. Corro hacia el hombre. En la parada un bultito con par de cosas. El hombre sangra por la boca. Tiene sangre en las manos y la camisa manchada. Le pregunto si puede ponerse de pie. No sé si se ha golpeado una rodilla o los tobillos. Levantarlo podría hacerle más daño que bien. Tiene más o menos mi edad. Trato de levantarlo. Unos obreros que a la sazón están reclamando sus derechos se acercan y uno de ellos lo levanta rápidamente. Lo ayudamos a sentarse. Me alejo unos pasos para llamar a emergencias. Y me siento profundamente triste. Ese hombre soy yo. Lo vi caer. Lo vi golpearse duro con el suelo. Lo vi tratar de levantarse y rodar en la calle. Está esperando transportación pública. Se ve muy pálido y débil. Sangra. Ese hombre es cualquiera de nosotros empobrecido por un sistema que nos abandona, que nos golpea, que nos lanza al suelo con un empujón. Y allí están los obreros, la mujer que se detuvo también, ayudando, consolando. Esos somos nosotros. Levantando a quien se cae. Maldita sea. Es hora de que seamos nosotros los que estemos de pie. Como ahora que nos ayudamos. Que se caigan ellos. Que los dientes rotos sean los de ellos. Que esa soledad sea la de ellos. Que esa solidaridad los lance al suelo y que los recoja el mismo infierno en el que quieren convertir el país. Me contesta el 911, les doy la dirección, ya vienen. Mientras tanto obreros, la mujer, traen agua, un pañuelo, la mano en el hombro y yo trato de no cagarme en la blasfemia y entonces trato de no llorar de rabia y él dice que está bien. Pero no está bien. Lo vi caer. Rodar. Sangra. No. No estamos bien, carajo. Tenemos que estar bien. Tenemos que acabar esto. Tenemos que levantar al que se caiga y que ese espacio en el suelo lo ocupen los hijos de puta que siempre tienen formas de escapar de sus trampas y de sus pecados contra nosotros y nosotras a quienes se nos ha partido un diente alguna vez esperando que llegara un transporte a la vida digna.

Se los cuento y pienso que este evento desaparecerá justo cuando ponga el punto final. Que esto es solo una expresión súbita y unos gestos humanos espontáneos, sin concierto. Alguien podría leerlo como un cuento, no como un testimonio real.  Desde hace mucho tiempo supe que contar la verdad, los hechos verificables, la historia y los recuerdos, tiene una común naturaleza discursiva y en ocasiones una misma estrategia discursiva. Cuando Salvador Brau nos historiaba sobre aquellos franceses dejados a su suerte en un campo de refugiados que, por virtud de tratados internacionales, pasaron a estar en un campo de concentración en Arecibo parecería que uno lee una novela. Pero no. Es historia. Y hoy es olvido. A mí me parece un relato aleccionador. Los refugiados, los enemigos, tuvieron que escapar. Los que no lo lograron murieron a manos de los soldados de la isla. Es un relato duro. Cruel. Real. Pero lejano en el tiempo. Vernos caer al suelo, sin embargo, es algo diario. Escuchar las mentiras, ver cómo se teje una telaraña de fraudes, temblores, huracanes, ineficiencia, polvo del Sahara, y aquí estamos, levantándonos. Una historia repetida hasta el cansancio. Y no, no quiero contar otra vez que un hombre cayó al suelo y lo levantamos. Quiero contar que de esta vez nos levantamos y quienes cayeron fueron los que quieren mantenernos en el suelo o esperando que llegue la esperanza en forma de guagua que nos llevará a un lugar en el que tendremos que limpiarnos la ropa manchada, la boca sangrante.

Imágen de portada por EllysArting. Puedes ver y comprar su trabajo Aquí

Yellow Cab

El tipo tenía un peinado a lo Elvis Presley en combinación con un bigotito de bolerista latinoamericano. Siempre de manga larga y un pañuelo empapado con el zumo del dolor de un macho cabrío que canta en los bares al lado de la vellonera. Se quitaba la camisa en el balcón y se quedaba en una camisilla sin mangas fumando, mirando al horizonte. A veces se buscaba en los bolsillos. Siempre tenía menudo. Colocaba los chavitos prietos en un pote de cristal y con el resto salía y regresaba al rato con una cajetilla de cigarrillos en el bolsillo de la camisa.

Así recuerdo al Man, como lo llamaba su familia -nunca frente a él- los domingos, cuando íbamos al residencial a visitar a los primos de los primos. Una familia extendida en el más amplio registro de la palabra extensión. Todos eran primos. Hasta los vecinos más cercanos. 

Era un apartamento de dos cuartos en el que vivían seis personas. Yo era muy pequeño. Tanto que me parecía grande aquel apartamento y Joseíto, el único que me hablaba directamente, era mayor que yo y apenas tendría ocho o nueve años. Siempre hablaban de lo bueno que era para las matemáticas. Lo envidiaba porque a mí los números me daban vértigo desde que me acuerdo.

El Man -que en realidad se llamaba José- se quedaba siempre en el balcón que daba a la calle del edificio E. Apenas hacía 10 años se había construido aquel complejo residencial con el que el gobierno pensaba resolver las diferencias de clases. José- el Man- venía de un campo de Carolina, una vieja hacienda cañera abandonada en la que trabajó su padre hasta morirse y él desde los 12 hasta los 14, cuando se dedicó a otra cosa que nadie sabe qué era. Joseíto siempre le buscaba la vuelta. Trataba de estar cerca de él y establecer alguna comunicación con el galán de novela. Rara vez el Man le devolvía el interés.

En algún momento dejamos de visitarlos. 30 años después, Joseíto, que ahora se llamaba Cheo, estaba en casa de una vecina de mi Vieja, reparando unos closets de madera y unas puertas. El niño matemático era ahora carpintero. Si lo apuraban mucho también jardinero. Lo saludé cuando salió a lavarse las manos afuera, en la manguera del jardín. Respondió al saludo con un leve gesto levantando las cejas. No quise interrumpir su silencio laborioso.

Hace años, el Elvis criollo con cara de Aceves Mejía fumaba mirando al horizonte cuando en un movimiento desusado acarició la morusa de Joseíto que estaba ahí a su lado como quien no quiere la cosa. Lanzó el cigarrillo del balcón a la calle y se dispuso a salir. “¿Te acompaño?” se atrevió a preguntar el niño. El Man lo miró a los ojos unos segundos. Sonrió. “Vamos a hacer una cosa, cuenta estos chavitos que hay aquí en el pote, y cuando yo regrese del colmadito me dices cuánto hay” – le dijo el Man a Joseíto, que jamás había escuchado oración tan larga de su padre. El Man salió a buscar cigarrillos. Jamás volvió a verlo.


Cuando comenzó a trabajar de carpintero en la fábrica de muebles se enteró por el supervisor, que era del mismo residencial y se tomaba sus cervezas en el mismo bar que el Man, que su Viejo era taxista en Nueva York. Cheo siguió trabajando como si le hubieran dicho que esa tarde iba a llover.

Meses después, en Semana Santa, Cheo tomó un vuelo para Nueva York. Corrían los años 70’s. LLegó de madrugada. Una sola maleta. De mano. Desayunó en la 106. Caminó hasta Central Park y esperó dos horas y media mirando cuidadosamente a los taxis estacionados. De repente se acercó a un conductor rodeado de otros taxistas contando alguna cosa. Los demás se reían y alguno se agarraba los güevos como si en el acto de reírse se le fueran a caer. El taxista parlanchín, amablemente, le preguntó al recién llegado hacia dónde se dirigía. “A ninguna parte” dijo Cheo. Abrió un bolsillo de su pequeña maleta y sacó un envase de cristal. Abrió la tapa de plástico y arrojó las monedas en la cara del taxista. 

Son 247 chavitos prietos, pedazo de cabrón-. Nunca más volvió a verlo.

La gloria de Jimmy Sweet Robinson

Jimmy Robinson tuvo minuto y medio de gloria pero en aquel momento nadie supo que era su mejor momento. Pasarían años de frustraciones antes de que todo el mundo le recordara que aquellos 90 segundos habían sido los mejores de su vida.

Jimmy era alto, flaco, negro, usaba partidura al lado izquierdo. Su sonrisa y rostro elegante parecían los de un pianista. Al menos aquella noche, 7 de febrero de 1961, todavía conservaba aquel perfil y don de gentes que le ganó el mote de Sweet. Así lo presentaron antes del combate. Había subido al ring apresuradamente, nervioso, hasta que escuchó “en esta esquina, con un peso de 175 libras, Jimmy Ssssssweeeeeet Rooobinsoooon”.

¿Por qué había subido un poco intranquilo? Bueno, un día antes había salido del 5th Street Gym en el que entrenaba listo para su turno de trabajo en el salón de billar donde se buscaba el peso entre cada pelea. De hecho, por esos días estaba pensando dejar el boxeo y quedarse preparando tragos allí en Liberty City. Su carrera había empezado bien pero en aquellos días de febrero ocho combates parecían suficientes. Cuando digo que había empezado bien me refiero a que debutó poco menos de un año antes noqueando a un tal Leroy. Semanas después venció por puntos y menos de dos meses después le quitó el invicto a Jack Sinatra, que venía de anestesiar dos veces a Kid Palace, cuya carrera culminó dos años después sin ganar una pelea y habiendo sido noqueado las ocho veces que se encaramó en un ring.

Aquel triunfo sobre Sinatra lo llenó de esperanza. Quizás el boxeo lo sacaría de pobre. Quizás es realmente bueno en esto de dar puños y evitar recibirlos. Pero entonces, algo pasó. Perdió cuatro combates y en par de ellos despertó en el camerino cuando Clyde, su entrenador, le lanzó agua fría en la cara.

Me detengo aquí porque sé lo que están pensando. ¿Sinatra? ¿Jack Sinatra? No me lo inventé. No creo que fuera hermano de Frank. Uno podría pensar en alguna relación puesto que el padre del cantante fue un peso gallo en sus años mozos. Y si no saben quién es Frank pueden dejar de leer ahora y dedicarse a lo suyo. El asunto es que si han llegado hasta aquí y la curiosidad los lleva a investigar quién era Jack Sinatra no encontrarán otra cosa que una alusión a un whisky que no voy a promocionar gratuitamente.

El asunto es que Jimmy había estado pensando en que su rostro todavía no mostraba los embates de más de media docena de encuentros en menos de un año. Era joven, podría buscarse otra forma de vida menos dolorosa, pero Clyde le convenció. Era una locura. Sin embargo, si quieres tener éxito en la vida tienes que arriesgarte. ¿El riesgo? Subirte al ring a pelear -te avisan 48 horas antes-  con un muchacho que poco menos de un año antes ganó una medalla de oro en la división semipesada durante los Juegos Olímpicos en Roma. Además, tú entrenas en el gimnasio del promotor, que es el hermano del entrenador de tu rival.

–   No sé, Clyde, no creo que esté en forma.

-Lo llevas en la sangre y es tú momento, Sweet- le aseguró el entrenador. Además, ¡has estado entrenando cinco días a la semana desde tu último combate!

– Sí, pero, ¿300 dólares? ¿Como reemplazo? ¿Qué le pasó a Willie?…-

-¡Willie Gullat es un cobarde! Dice que prefería ir a beber antes de pelear con Clay por $300 dólares.

– Pienso igual que Willie…

-¡Pero no eres un jodido cobarde!

-No-  dijo Sweet- arreglando su partidura con una peinilla de pasta negra- pero tampoco soy un miserable idiota.

-Cojones, Jimmy, todavía eres joven, eres tan fuerte como él y, ¡hey! tienes mucha más experiencia en el boxeo profesional.

-Eso es cierto.

-El asunto es que no tienes ni que ganar. Una buena pelea contra él te llevará a mejores bolsas y a otros lugares. $300 ahora, pero una buena exhibición representa miles de dólares.

Jimmy Sweet Robinson secó la madera sobre la que servía los tragos con su paño blanco y parecía mirar por la vitrina del negocio hacia la calle iluminada. Escuchó el rumor que venía de las mesas de billar. Dos de las cosas que dijo Clyde sobre Jimmy eran falsas. Sweet tenía casi 40 años, pesaba 20 libras menos que un peso pesado. La única verdad era que tenía más experiencia que Clay. Sin embargo, Jimmy dijo: “Eso es cierto” para convencerse a sí mismo de las dos mentiras de Clyde. Bien, no se engañen. Seamos objetivos. Lo cierto recibe su confirmación en el experimento. A menudo, la comprobación práctica se realiza por procedimientos mediatos. Y, ¿no existe el azar para convertir lo falso en verdadero?

-Vamos a hacerlo- dijo Jimmy, más por tedio que por entusiasmo.

Cualquiera con un poco de sentido común sabía que enfrentarse a aquel muchacho no era poca cosa. Cierto que parecía un estudiante de escuela superior, pero apenas hacía tres meses, Cassius Clay se había mudado a Miami para entrenar con el incomparable Angelo Dundee. Hacía apenas semanas Clay estaba en las portadas de Life y Sports Illustrated capturado por el lente del gran Flip Schulke  haciendo shadow boxing bajo el agua en una piscina de un hotel de cinco estrellas en una playa de Miami.  Su medalla de oro olímpica todavía estaba tibia por el calor de su cuerpo. Clyde tenía razón. Ni siquiera tenía que ganar.

Aquella noche del 7 de febrero de 1961, cuando sonó la campana, Jimmy olvidó el mundo y en su mente solo escuchaba el mantra “eres tan joven como Clay, eres tan fuerte como él, tienes más experiencia”. Se lo repitió tres veces, cuatro veces, lanzó un jab de izquierda, Clay bailó a su alrededor con una sonrisa enervante. Enfurecido por la arrogancia del medallista olímpico se avalanzó sobre él lanzando un barrecampo de derecha que se perdió en el aire donde una fracción de segundos antes estaba la quijada de Cassius. Cuando Jimmy Sweet se volteó a ver dónde estaba el joven maravilla una izquierda, una derecha y otra izquierda llegaron de nadie sabe donde a su quijada, a su ojo derecho y otra vez a su quijada. Cuando despertó en el camerino, agua fría mediante, pidió la revancha. Cuando recuperó la razón se retractó. Cassius Clay fue al camerino a saludarlo y para asegurarse de que estaba bien. Se hicieron amigos. Alguna gente aseguró haberlos visto salir del Miami Beach Auditorium juntos y que años después, cuando ya era campeón venía a Miami a buscarlo y daban paseos en el Cadillac rosa del Más Grande Pugilista de la Historia.

Si no lo saben, Cassius Clay se convirtió en campeón mundial en apenas cuatro años noqueando dos veces consecutivas a una bestia como Sonny Liston. Se convirtió al Islam y su nombre fue desde entonces Muhammad Alí. Se negó a ir a la guerra de Vietnam y fue un héroe de mi niñez. The Greatest. Me ofendería saber que alguien no conoce la historia de Alí. Me sorprendería que alguien se interesara por la de Jimmy Sweet Robinson.

A mí me gustaría decir que el dulce Jimmy se recuperó y tuvo una buena carrera. Su mejor momento fue ese mismo año cuando triunfó cuatro veces consecutivas contra cuatro rivales que sumaban entre ellos 4 victorias y 28 derrotas. Perdió sus últimas 12 peleas y en la mayoría de ellas lo noquearon. Jimmy era famoso en los salones de billar de su barrio. No perdía oportunidad para contar su experiencia más importante a los clientes: aquellos 90 segundos en los que enfrentó al Más Grande, Muhammad Alí -cuando se llamaba Clay-.  La última vez que alguien lo vio caminaba -los brazos cruzados a su espalda- entre los rieles abandonados a las afueras de la ciudad. Quizás la muerte vino a verlo:

– Hey, Jimmy Sweet, súbete al ring conmigo. Esta es tu última pelea.

Lo habrá pensado un minuto. Quizás minuto y medio.

-Bueno, Muerte, estoy cansado. De todas maneras sé que no voy a ganarte pero si luzco bien quizás me den un lugar en el cielo.

– Trato hecho- le habrá susurrado la parca.

GUAYNABO City CHRONICLES: Nuestro Urbanismo

Guaynabo se encuentra al norte de la isla de Puerto Rico. Y Puerto Rico está en el Caribe. En la ruta de los polvos del Sahara y los huracanes. Nada, se los digo para que sepan que no es un lugar exclusivo y que las urbanizaciones con control de acceso y los apartamentos a sobreprecio no cambian esa realidad. 

El pueblo tiene una superficie de aproximadamente 70 kilómetros cuadrados (27 millas², como decimos en puertorriqueño). El primer poblado europeo de la isla, y uno de los primeros de América, fue establecido allí. Quizás el lugar más conocido de Guaynabo sea ese, las ruinas de Caparra. En 1508 el conquistador Juan Ponce de León, estableció allí una casa fuerte. Estaba a una legua de la costa y para llegar a ella había que atravesar pantanos. 

En la Escuela Ramón Marín me enseñaron que los primeros europeos decidieron construir la ciudad capital en la isleta de San Juan huyendo de los mosquitos de Villa Caparra. Había otras razones pero quiero hacer el cuento corto y hablar de las cosas importantes: los nativos le prendieron candela al asentamiento muy temprano en la historia mientras Ponce de León andaba buscando la fuente de la juventud en Bimini. Bueno, lo de la fuente de la juventud no es verdad. Más bien Bimini era un premio de consolación del Rey Fernando que se había decantado por Diego Colón. Ponce de León fue a ver lo que le habían concedido.    

Fue Gonzalo Fernández de Oviedo quien se dedicó a construir esa leyenda de la fuente de la juventud y la hemos repetido por siglos porque, hey, está claro que es mejor dejar correr una buena historia que entorpecerla con datos verídicos. 

Allí, en la Elemental Ramón Marín, distraído, mirando por la ventana mientras los maestros hablaban de gramática, matemática, and English Language me imaginaba a Ponce de León recibiendo flechazos de los indios en Florida. En la hora del recreo me iba al parque de pelota y en mi imaginación recreaba en el diamante alguna batalla contra los invasores mientras los chamacos de intermedia fumaban por primera vez. Yo fumé mucho más tarde y lo dejé hasta el día de hoy.

Por alguna perversión el municipio celebró por algunos años el Carnaval Mabó, celebrando el pasado indígena que Ponce de León se encargó como pudo de borrar de la faz de la tierra. No lo consiguió. En 1787 todavía vivían 3,000 indios en el barrio Indieras, en Maricao y Las Marías.  Esa insistencia en lo indígena es sospechosa. El nombre del pueblo, Guaynabo, parece significar “aquí hay un lugar con agua dulce”. No tenemos un traductor de arahuaco vivo desde el siglo XVIII y la lengua desapareció. Así que le hacemos caso a los cronistas y a los historiadores. Hubo indios. Y quizás si la carretera #2 no la hubiesen construido justamente por encima del primer asentamiento europeo en a isla, tendríamos en Guaynabo un buen museo que incluiría flechas, macanas, azulejos de la casa del primer gobernador. Seguramente hasta el cáliz de la ermita se lo llevaron los formidables tecnócratas que construyeron la carretera.

Diez barrios tiene mi pueblo: Camarones, Frailes, Guaraguao, Guaynabo Pueblo, Hato Towns of Guaynabo, Puerto RicoNuevo, Mamey, Pueblo Viejo, Río, Santa Rosa y Sonadora. Su patrono es San Pedro Mártir de Verona. Colinda al norte con el pueblo de Cataño y Puerto Nuevo. Cerca se encuentra el humedal más grande del área metropolitana, la Ciénaga Las Cucharillas. Ha sido deforestado y reforestado en varias ocasiones. Y se contamina con el desarrollo industrial del área todos los días. Después del huracán María se sembraron palo de pollo, cobana negra y emajaguilla a ver qué pasa.  Pero seguramente volverá a deforestarse con la creación de alguna urbanización, un almacén de suministros perdidos o por el efecto de la contaminación. 

Hacia el centro del municipio es bastante llano aunque hay varios mogotes. Hacia el sur Guaynabo es montañoso. El  Cerro Marquesa, con 1,673 pies de altura sobre el nivel del mar, es el lugar más alto del pueblo.

Cuando tenía el cabello negro y sueños por alcanzar conocí varios de los recursos hidrográficos del pueblo. La frontera con Bayamón es un río por el que entraron indios que venían de las islas vecinas y le dieron una paliza a par de colonizadores. El río Guaynabo es tributario del Bayamón. Alguna vez subimos por el barrio buscando el origen. De vez en cuando caminamos a la vera de las quebradas: Sonadora, Damiana, El Marqués, Limones, Camarones, Margarita.

Me ha sorprendido que algunos residentes más jóvenes -guaynabitos los llama el pueblo- no sepan que el pueblo tiene costa. Por esa zona, que forma parte de la Bahía de San Juan, había más de 100 cuerdas cubiertas de mangle. Nosotros íbamos a pescar buruquenas allí. Alguna vez logramos pescar un pez globo. Y lo matamos para ver como se inflaba defendiéndose de nuestro salvajismo. O más bien, defendiéndose de nuestro urbanismo.

Guaynabo City Chronicles: Corretjer en Guaynabo

Ya quisiera mucha gente que les dijera que este pueblo se sitúa en algún lugar de las Islas británicas donde existía una colina que se elevaba en medio de los pantanos. O que la vieja plaza se construyó justo donde se encontró un enorme ataúd de roble con una inscripción que rezaba: Hic iacet sepultus iclitus rex Mabó in insula Boriquensis. (“Aquí yace sepultado el cacique Mabó, en la isla de Borikén”). Pero no puedo mentirles de manera tan descarada. Ni siquiera sé si aún se celebra el Carnaval Mabó, con el que se recordaba de manera peregrina a aquel cacique de Guaynabo al menos hasta los años ’80 del siglo pasado.

Lo que sí puedo regalarles es la hermosa visión que de este pueblo tiene un gran poeta y un luchador de toda la vida: Juan Antonio Corretjer.

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Aguas de Guaynabo 

Este poco de casas
con monte y prado,
con río entre bambúes,
con cielo claro;
este poco de casas
es mi Guaynabo.
Girasol es tu pelo
que has deshojado
al aire entre marías:
aire dorando.
Como el sol es tu pelo:
si desplegado
al aire entre llovizna,
quedo pensando:
¡mi virgencita linda
se está peinando!
Tus piececitos rosa
se descalzaron
sobre las piedras blancas por Río Abajo.
¡Benditas son las piedras, las que has pisado,
y benditas las aguas
de mi Guaynabo!

De Santa Rosa el agua baja cantando.
Las aguas de Alto Frailes bajan llorando:
rima y llanto remansan en Frailes Llanos.
Las aguas bajo El Puente corren jugando:
sobre El Puente, a otra hora, pasan bramando.
Aguas las del torrente, las del golpazo
—terneritas que juegan en frescos prados;
torazos en bramido que están ahogando
— ¡aguas las del torrente,
las del golpazo!
En la flor de la espuma se ha desnudado
mi Ayuburí dorada
los pies rosados.
Y al correr en la arena sus pies mojados
rebrilla por las aguas todo el dorado
resplandor de su pelo suelto volando.

Guaynabo es río de oro —guanín: oro; río: abo—
río de oro en mis sueños es mi Guaynabo:
este poco de casas
con monte y prado,
con río entre bambúes,
con cielo claro.
Me lo diera tu pelo
que así ha volado —Ayuburí de oro
toda volando—
como aire entre marías, aire dorado.
¡Virgencita que al aire
te estás peinando:
Ruega al sol por las aguas de mi Guaynabo!

Se trata de un poema de Yerba bruja (1957), libro en el que el poeta retoma los mitos de creación de la isla y una plástica trama de fundación y recuerdos. Entonces llevaba Corretjer más de una década residiendo en este pueblo, Guaynabo.

Varias veces lo encontré, 20 años después de haberse publicado ese libro, en el correo del pueblo. Tuve el honor de estrechar su mano y charlar con él. Me relató anécdotas de Roberto Acevedo, un viequense que entregó su vida por el país en el ataque a Fortaleza. Corretjer, igual que a muchos, me ordenó escribir. Una orden dicha con ternura.

Una pena que este pobre lugar no guarde ni una esquina en la que se señale que allí vivió un protagonista de nuestra historia de lucha y resistencia.

Pero eso no debe extrañar en un pueblo, en un país, que practica como política pública, el olvido.

Guaynabo City Chronicles: Luiyo

Por Rafael Acevedo


Crucé el muro de bloques y alambre eslabonado. Para eso había que esquivar las espinas de un árbol. Del árbol colgaba una fruta más agria que los lunes. Limón de cabro. Alguna vez mi madre la usó para marinar carnes. Mi abuela paterna, una de las pocas veces que pudo venir a visitarnos, miró el árbol y nos dijo que el jugo se usaba parquemaduras y cicatrices. Mi abuela materna observó los frutos un sábado en el que nos trajo pastelillos y sonrió con picardía. Mi viejo los sábados agarraba uno de aquellos limones arrugados y lo partía en dos, lo exprimía y con azúcar y un poco de hielo hacía un frappé de toronja sin toronjas. Eran limones de cabro.

Crucé el muro de bloques y alambre eslabonado esquivando las espinas del árbol de falsas toronjas. Así pasaba la invisible frontera de la calle Sonata a la calle Tornasol. Allí estaba Luiyo en el patio de su casa. Pero él no tenía guante ni ganas de jugar pelota. Estaba torturando lagartijos. Les cortaba el rabo. Entre el pulgar y el índice agarraba una hoja de afeitar nueva, de dos filos. Las gillette se vendían como si fueran palillos de dientes, en unos sobres de papel que parecían cartas muy pequeñas y ominosas. Con ella cortaba de un solo tajo la cola. Yo había leído entre los libros de mi padre que la lagartija se desprende voluntariamente de la cola para entretener a los depredadores mientras ella escapa. Este no era el caso. Estaba atrapada por un animal más grande, Luiyo, que no había identificado como depredador. No abandonó su rabo. Se lo cortó Luiyo con una mueca extraña. Levantaba el lado izquierdo de su boca como si estuviese sufriendo un derrame cerebral. Ese gesto siempre lo hacía cuando estaba contando una mentira y cuando torturaba animales.

Miraba aquel rabo moviéndose solo y me causaba un terror íntimo que me cuidaba de no expresar. ¿Sabría esa cola que estaba sola en el mundo? ¿Tendría conciencia? Pensaba entonces en aquella película de Frankenstein que mi hermano Néstor había doblado al español con palabras malas y que hacía reír a las monjas que venían a verla a casa, divertidas, como si estuvieran cometiendo un pecadito.

Pero lo de Luiyo no se quedaba en ahí. Le cortaba las patas. A mí se me ponía la piel de gallina. Entonces me ponía a pensar en béisbol pero aquellas patas sin cuerpo eran más fuertes que mi intención de enajenarme. Entonces el torturador procedía, con aquella mueca y unos gemidos de horror falso, a cortarle la cabeza.

Aguanté las ganas de vomitar. La cabeza se movía sola. Aquel cuerpo era ahora un rompecabezas de órganos vivos. Me levanté del suelo como un resorte. “Si no vamos a jugar pelota me voy a casa”. Fue lo que alcancé a decir como justificación al miedo. Luiyo me pidió esperar. Que iba a buscar un poco de gasolina de la cortadora de grama para quemar el lagartijo de modo que no sufriera, me dijo.

Aproveché que fue a buscar el combustible y crucé el muro de bloques y alambre eslabonado. No pude esquivar las espinas. Me enterré dos. Maldije. Agarré un limón de cabro, lo mordí desesperado. La boca se lleno de un fuerte sabor agrio. Escupí las dos heridas en el antebrazo. El jugo de la fruta servía para cicatrizar. La saliva tiene algo de antibiótico. La boca me ardió por horas. Esa tarde no cené. Había unos pedacitos de carne junto con el arroz. Yo los vi moverse. Estaba hipnotizado por la tortura. Tuve ganas de vomitar.

Algunos años después Luiyo había dejado la escuela “en la que uno no aprende nada” y yo estaba listo para entrar a la universidad a la que quise ir desde que tenía diez años y vi como quemaban el edificio del ROTC. Era el 1978 y todavía no había cumplido 18 años. Luiyo se apareció por casa. Hacía años que no lo veía. Me llamó desde la acera. Salí y allí estaba con una bola de baloncesto. Que si quería hacer unos tiritos en la cancha de Parkville. Raro, porque aunque la gente de la calle jugaba baloncesto a diario desde que tengo uso de razón, ya en la adolescencia poco a poco nos interesamos cada cual en lo suyo y las visitas a la cancha fueron menos frecuentes. Luiyo nunca nos acompañaba. Eso no era lo suyo. Lo suyo era pelear a los puños y torturar animales. Sin embargo, estuve a punto de decirle que sí. ¡Qué carajo! me vendría bien un poco de sol y ejercicio. Le pedí la bola. La dribleé un poco imitando al Mago Blondet y miré su rostro. Sonreía con un solo lado de la boca.  Sentí un frío en la nuca. Pensé que era intuición pero lo cierto es que era un recuerdo. Mentí. “Tengo una rodilla lastimada, otro día”, le dije. Le devolví el balón. Me alejé dando otras explicaciones falsas sin darle la espalda. Él se quedó muy serio, la vista fija en mis ojos. Parecía murmurar algo. Entré. Cerré la puerta luego de despedirme. Respiré por unos segundos hasta que se fue el escalofrío. 

Por una rendija de la dura puerta de madera en la entrada vi que permanecía allí en la acera. Entonces me encabroné. Respiré hondo y decidí mandarlo al carajo. Eso es lo que me dictaba mi mala espina, mi sexto sentido. Un, dos, tres, abrí la puerta. Se había ido. Jamás volvimos a hablar. Lo vi unas dos o tres veces más a lo lejos. Hacía mucho tiempo su familia se había mudado aunque él regresaba a mirar la casa de vez en cuando. Poco a poco dejó de hacerlo. “Se murió Luiyo”, me dijo muchos años después una vecina. A su hermano menor sí llegué a verlo frente a la puerta de una tienda por departamentos. Estaba pidiendo dinero. Había perdido una pierna. No me reconoció. Lo llamé por su nombre. Ni se inmutó. Ya ese no era su nombre. Como ya este pueblo no se llama igual que hace 40 años.

Guaynabo City Chronicles: La tranquila sangre de los pueblitos

Alguna gente quiere irse al campo porque es más tranquilo. Y tienen razón. Hace 30 años, el barrio Sonadora era más tranquilo que los alrededores de la plaza de Guaynabo. Había una barra colmadito atendida por su propio dueño al borde de la PR-834 que atravesaba el barrio donde podías tomarte una cerveza tranquilo.

Del dueño del negocio me reservo el nombre y de uno de sus clientes habituales también. El cliente, una vez, le hizo un favor al dueño. Le llevó un cuartillo de leche a la casa, que estaba justo detrás, subiendo una cuesta desde la que podía verse toda la carretera arbolada. El hombre entregó la leche a la nena. Y al verla tan linda le echó maíz desde su boquita de comer adornada con un bigotito anacrónico de cantante de boleros.

El cliente habitual le comenzó a ofrecer sus servicios al dueño para lo que fuera. Hasta de plomería sin ser plomero. El dueño del negocio ni caso que le hacía. Sin embargo, una tarde en la que me encontraba solo allí con él (era un sábado santo y llovía a cántaros) me pidió que le cuidara el negocio en lo que subía a la casa a llevarle un cuartillo de leche a la nena que le salió cafetera. “Si viene alguien le dices que vengo ahora”. Seguro, le dije yo, pensando en lo chévere que era que me tuviera confianza.

Entró un desconocido que se sentó en la barra y le dijé “Él viene ahora”. Me miró con desdén y ni las gracias dio. “Que se cague en su madre”, pensé, pero no dije nada porque soy un tipo pacífico. 

El dueño tardó más de lo que esperaba. Había terminado mi cerveza, había dejado de llover y el calor y la humedad me decían, “paga y vete pa’l carajo”, pero el dueño había confiado en mí y aguanté. Quería darle el peso y cumplir con decirle al que llegue que él viene ahora.

Llegó con la camisa empapada y rojo. Sacudía la sombrilla y la dejó abierta casi a la entrada. Murmuraba. El nuevo cliente pidió un trago y lo sirvió rápido y sin cariño. Se me acercó y me dijo “coño, gracias, perdona que me tardé pero es que ese cabrón…” y entonces me contó que al llegar a la casa se encontró con que el cliente habitual estaba echándole maíz a la nena a través del portón. Que se había molestado y le dijo dos o tres. Que el tipo le dijo que solo estaba hablando y que la nena estaba al otro lado de las rejas. El dueño le dijo que no quería verlo más por allí y que al final se fue con una media sonrisa despidiéndose de la nena con alguna galantería. “Clase de cabrón”, dije, para expresar mi solidaridad con el dueño. Pagué y me fui.

Como al mes me mudé para Río Piedras y en ese último día de mudanza paré allí para tomarme una cerveza. Sábado en la tarde. Había cinco o seis tipos tomándose unas frías y par de señoras comprando arroz, latas de salchichas y aceite. El dueño me reconoció con el consabido “eje, tanto tiempo” que me hizo sentir como que era parte del pueblo precisamente ahora que me volvía a ir. Le hice el cuento corto aún más corto y me fui tomando la cerveza. De repente miró por encima de mi hombro en dirección a la entrada. Frunció el ceño y agarró el paño de limpiar la madera de la barra. Su frente se relajó y creí ver en sus ojos una breve fulguración de tristeza, pero a lo mejor son pendejadas de la memoria. 

Cuando salió de detrás de la barra lo seguí con la vista y entonces vi al cliente habitual sentado en una mesa junto a tres tipos que contaban un chiste, me imagino, porque uno de ellos se agarraba los huevos de repente y luego los soltaba. No se cruzaron miradas el dueño y el cliente. El primero salió del negocio sin decirme “si viene alguien le dices que vengo ahora”. Ni a mí ni a nadie. Aquello me dio mala espina. De repente hacía un calor de Cuaresma. Salí afuera, al borde de la calle, a la sombra de un flamboyán. Si yo fumara me hubiera fumado un cigarrillo. Adentro las mujeres esperaban a que alguien les cobrara el arroz, las salchichas, el aceite. Recuerdo que pensé que quizás se acercaba un huracán y yo no me había enterado. Entonces fue que fue.

Vi con el rabito del ojo que el dueño bajaba la cuesta y cuando estaba como a tres pasos de la entrada percibí el reflejo del machete. Me quedé afuera, a la sombra del flamboyán, con el corazón en la garganta. Escuché la voz del cliente haciendo una pregunta retórica: “¿Qué carajo te pasa?” luego sillas arrastrándose y un sonido de lechonera de Guavate cuando te están cortando la carne que pediste. Uno, dos, tres, cuatro y dos segundos después cinco.

No recuerdo si alguien gritó o si hubo alguien herido. Yo me quedé afuera. El dueño salió afuera con el machete ensangrentado. Miró para lejos. Entonces se dio cuenta que estaba allí. “¿Tienes cigarrillos?” me preguntó. “No, yo no fumo, pero te busco uno” le dije, justo cuando salía con las manos en la cabeza uno de los clientes. “Lo mató, lo mató” me dijo. “Sí. Dame un cigarrillo”. El hombre, temblando, me dio un cigarrillo y el encendedor. Lo prendí y le dije al dueño: “Con mentol”. Se encogió de hombros y se sentó en el escaloncito de la entrada al negocio. Le entregué su cigarrillo. “Gracias, hermano” me dijo. 

Llegó la policía y dije la verdad. Yo no vi nada que ellos mismos no hubieran visto. Un hombre que fuma a la entrada de su negocio. Al lado suyo hay un machete ensangrentado. Ese mismo día terminaba mi mudanza. Abandoné otra vez la tranquilidad del campo.

Arte: "Flamboyán" de Orlando Vallejo                                                                                               A la venta en Matadero Contemporary Art

GUAYNABO CITY CHRONICLES (El camino Alejandrino)

por Rafael Acevedo

Era el camino Alejandrino. Una estrecha calle con un puente. Un río atravesaba la ruta. Cada lluvia persistente inundaba los alrededores. El puente se hacía un monumento al poder de la naturaleza.

Al borde de la carretera, subiendo la cuesta, había una decena de casas construidas al borde de la loma. Largos pilotes sostenían las estructuras. Me parecían largas patas de garzas. 

Muchas veces me sorprendí pensando que no me hubiera gustado vivir allí, en aquellas casas colgantes del camino. Tendrían una vista preciosa a la hondonada que daba al río pero mi imaginación alimentada por el cine y las lecturas bíblicas esperaban el terremoto o el tremendo deslave.

Una tarde corrió el rumor de que a una casa se le había fracturado una pata y había rodado loma abajo, con todo y familia. Yo quise correr a ver el desastre, eran apenas 10 minutos de trote para llegar allí. Por supuesto, mi madre, sobreprotectora, me lo impidió. Yo tendría diez años. Quizás menos. Así que tuve que esperar a la mañana, cuando llegaban los periódicos. Así se confirmaban las noticias hace medio siglo. En las mañanas. 

Abrí la puerta muy temprano y allí estaban la botellas de leche y el periódico. Era verdad. Una casa se había deslizado barranca abajo. No recuerdo cuantos muertos. Recuerdo haber pensado que mi miedo era real. Concreto. Aquellas patas de garza sosteniendo casas eran muy frágiles. Imaginé que la casa habría temblado y una madre y una niña, vestidas de azul, volaban por los aires mientras la casa se hacía un montón de piedras. Vestidas de azul quizás porque irían al cielo. Porque la virgen de brazos abiertos en el cuarto de madre tenía un manto azul. Yo no sé.

El camino Alejandrino se convirtió en carretera. La Academia Wesleyana se hacía cada vez más grande ocupando el espacio de las lomas. Rodearon a la barra y el colmadito. El patio de ambos negocios pasó a ser el patio de la Academia. El río seguía sobrepasando el puente en la temporada de las lluvias. 

Casi medio siglo después, regreso allí. Vivo en aquella loma. En un edificio de apartamentos que tiene 25 pisos al que se llega justo donde comienza la Avenida Alejandrino. Al lado hay otro que tiene más o menos la misma cantidad de pisos. El área de la piscina tiene una línea amarilla porque el gazebo amenaza con caer barranco abajo. Allí, justo donde hace algunas décadas rodó una casa hasta el fondo de la quebrada. Solo yo lo recuerdo. Ni siquiera mis hermanos ni mi madre lo recuerdan. Busco en periódicos viejos y nada. 

En las mañanas, mientras preparo café, miro por la ventana hacia el barranco pensando en las jodidas vueltas que da la vida. Y que en el cuarto de mi madre, la virgen de manto azul tiene los brazos juntos en oración.

 

 

Puedes encontrar libros de Rafael Acevedo Aquí

 

Foto de portada: Juan Carlos Gedda Ortiz

Arte Puertorriqueño en la Pandemia: Rafael Acevedo

Durante el encierro obligado que provocó el Covid-19,  muchos artistas descubrieron por primera vez que se puede crear arte desde las redes sociales.  Hay otros, como el poeta Rafael Acevedo,  que ya se habían enterado desde mucho antes.  Tal vez porque con la palabra comienza todo, o así pienso yo ahora, que igual podemos entrar en debate.  Cambiaré de opinión quizás otro día, mientras tanto la palabra pasajera de este instigador de ideas me llamó la atención. 

El también dramaturgo Rafael Acevedo, a raíz de la encerrona coronavirística creó Mass Gatherings en Facebook.  Al principio me pareció críptico, como si fuese escrito para una sociedad secreta de poetas a la que yo no pertenecía.  Vayan ustedes mismos a la página y léanlo. Les ayudaría algo si saben Espanglish, pues el protagonista, que es también el narrador o viceversa, habla con un perro que parece que entiende mejor en inglés. Tal vez es que el autor es quien habla sin el intermediario de un narrador… o puede ser que así es como escribe el autor. Un día de estos le preguntaré porqué. No si viene al caso pues después todo, es un “post” lo que vas a leer.  Mira este fragmento:

-What do you told her?
– ¿Decirle qué a quién?
-A ella. No te hagas el inocente.
-Primero, bájame el tono. Segundo, estás solo. Tú y yo estamos encerrados aquí hace dos días y has estado fumando esa mierda constantemente.
-Shit.
-Leaf, ella se fue hace tiempo. La recuerdas cada vez que te metes ese humo en los pulmones.
-Shit.
-Date un baño. Come algo. Estás delirando.
-Damn…
-Ahora, con tu permiso, vuelvo a mi labor.
-What the hell are you doing?
– Estoy leyendo un libro de filosofía alemana. Tú sabes, siempre me ha interesado lo que piensan ustedes los humanos. Por eso estoy leyendo un análisis existencial del ser humano en tanto este se pregunta por el ser.
-Oh, god… I’m fucking crazy…

Fragmento de “Mass Gatherings” por Rafael Acevedo.  Lee más Aquí

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¿Quién es Rafael Acevedo? Yo lo había visto por ahí, en medio del público de algunas presentaciones artísticas cuasi clandestinas, no avaladas por las instituciones culturales oficiales, pero no sabía de él.  Mis mejores amigos lo saludaban con un beso y yo con un movimiento de cabeza me preguntaba quien era.  No sabía que era mi “amigo” en Facebook.  Creo que solicité su amistad cuando alguien compartió uno de sus escritos de apariencia fugaz en las redes. Había algo de su inteligente cinismo que me atraía, un humor instruido, enterado, sagaz. Admito con vergüenza que no conocía su trabajo, pero todos hablaban de él como uno de los indispensables de la literatura contemporánea.

Aproveché la plataforma virtual y le envié un mensaje, una pregunta como excusa para saber más de su trabajo.  Me puse de lo más formal: ¿Cómo ves esto de la literatura digital y cómo se diferencia tu proceso como escritor cuando escribes para la Web?  Es decir, ¿Cómo afecta el medio la manera de escribir?

“No puedo decir que una es mejor que la otra.  Creo que son modos de escritura diversos y modos de leer diferentes.  Depende del “género”.  Un post en las redes sociales supone que uno escribe como un personaje virtual para sus amigos, seguidores o consumidores de textos más breves y ligeros. 

La literatura, al menos para mí, supone una búsqueda un poco más “consciente”, aunque el medio sigue siendo mucho más fluido, líquido, inmediato.”

Bueno, esto se estaba poniendo bueno, pero no entendía mucho su nuevo proyecto “Mass Gatherings”, así que le pregunté de ese personaje tan extraño que habla raro.  Me contestó:

“Es un narrador con muchos matices. Su conversación con el perro es diferente a sus otras conversaciones o sus silencios. Hablar con un perro tan filosófico tiene que ser difícil.”

Tuve que confesarle que no entendía mucho de qué se trataba.  El no soltó prenda.

“Son capítulos bastante apretaditos y un poco desconectados porque la historia se va desenredando en los próximos capítulos.

“Creo que la situación (la pandemia) va a generar muchos experimentos visuales, performáticos, musicales y literarios. A ver cómo eso sirve poco a poco para construirnos otra “normalidad” diferente.”

En un afán de etiquetar las cosas, finalmente le dije que no sabía bajo qué genero debía ubicar este trabajo y me dijo:

Bueno, es una corta novelita de ciencia ficción tropical en tiempos de pandemia. La distopía con la que pensábamos algunos el futuro ya está aquí.

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Fotografía por ADÁL, 2016 Puerto Ricans Underwater #5

¡Wow, tengo que leerte otra vez!, -le dije. Ya había comenzado a escudriñar su mente, aunque debo admitir que con mucha timidez.  No quería que supiera que no le había leído antes, eso me convertiría en una ignorante de la literatura puertorriqueña contemporánea. Hago una pausa para aclarar que cuando hablo de literatura o arte “puertorriqueño”  me refiero a que sus autores son provenientes de Puerto Rico.  Para mi un artista es por definición, universal.

Si iba a continuar esta entrevista me parecía que lo más prudente era saber quién es Rafael Acevedo y me puse a “gugulearlo”.  No sé si es importante, pero lo primero que aparece es que nació en 1960 en Santurce.  Lo que sí me parece pertinente es que dirigió la revista literaria “Filo de Juego”, una de las publicaciones más célebres de lo que se conoció como la “Generación de los poetas de los ochenta”.  Hubiese querido haber estado allí y compartir una velada con ese corrillo que incluyó escritores muy relevantes.  Ese era el tiempo en donde surgían las potentes voces de Mayra Santos Febres, Juan Carlos Quintero, Zoé Jiménez Corretjer, Frances Negrón, Edgardo Nieves Mieles, entre otros. 

Una de las obras más conocidas de Rafael Acevedo ha sido su primera novela “Exquisito Cadáver”, que fue premiada en el certamen Casa de las Américas de Cuba en el 2001.  Ese mismo año la editorial Callejón publica la obra, yo no la he leído, pero he visto el libro prominentemente colocado en los estantes de las librerías. Si lo haz leído, por favor coméntanos de tus impresiones.  Yo lo voy a comprar tan pronto se acabe el toque de queda y abran las tiendas.

Rafael Acevedo además de poesía y novelas, ha escrito teatro. “Aló, quien llama”, “Tres pájaros en una rama” y “Crónica Natural” son algunos de sus textos teatrales.  Dirige también el segmento de arte y cultura “En Rojo” del Periódico Claridad. “Página Robada” es otra de las revistas que fundó y es profesor de literatura y lenguas de la Universidad de Puerto Rico.

Aquí dejo una lista parcial de sus trabajos para que nos pongamos al día:

LIBROS DE POESIA
El retorno del ojo pródigo (1986)
Libro de islas (1989)
Instrumentario (1992)
Cannibalia (2004) (Premio Pen Club)
Moneda de sal (2006) (Premio Pen Club)
Elegía Franca (2011)

NOVELAS
Exquisito cadáver (2001) (Premio Casa de las Américas, Premio Pen Club)
Flor de Ciruelo y el viento (2011)
Guaya Guaya (2012)
Al otro lado del muro hay carne fresca (2015)
El amante de tu hermana (2019)

LITERATURA INFANTIL
Imali, Dada y la calabaza (Premio Nacional, ICP 2017)

TEATRO
Tres pájaros en una rama (1990)
Aló, ¿quién llama? (2000)

TV
Guiones de Rey Ubu (WIPR)

Artículos en Revista en:  Revista de Estudios Hispánicos, Extremos, El País, entre otras.

Director de Revistas de Arte y Cultura:  Filo de juego, Página Robada y el suplemento cultural En Rojo.

Este es un artículo de la serie “Arte Puertorriqueño en la Pandemia” escrito por Tamaris Cañals para LunaticaTV.com. El mismo tiene como objetivo recopilar y difundir las gestiones y trabajos relacionados al arte y la cultura en Puerto Rico durante la cuarentena provocada por la histórica pandemia del Covid-19