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Guaynabo City Chronicles: Luiyo

Por Rafael Acevedo


Crucé el muro de bloques y alambre eslabonado. Para eso había que esquivar las espinas de un árbol. Del árbol colgaba una fruta más agria que los lunes. Limón de cabro. Alguna vez mi madre la usó para marinar carnes. Mi abuela paterna, una de las pocas veces que pudo venir a visitarnos, miró el árbol y nos dijo que el jugo se usaba parquemaduras y cicatrices. Mi abuela materna observó los frutos un sábado en el que nos trajo pastelillos y sonrió con picardía. Mi viejo los sábados agarraba uno de aquellos limones arrugados y lo partía en dos, lo exprimía y con azúcar y un poco de hielo hacía un frappé de toronja sin toronjas. Eran limones de cabro.

Crucé el muro de bloques y alambre eslabonado esquivando las espinas del árbol de falsas toronjas. Así pasaba la invisible frontera de la calle Sonata a la calle Tornasol. Allí estaba Luiyo en el patio de su casa. Pero él no tenía guante ni ganas de jugar pelota. Estaba torturando lagartijos. Les cortaba el rabo. Entre el pulgar y el índice agarraba una hoja de afeitar nueva, de dos filos. Las gillette se vendían como si fueran palillos de dientes, en unos sobres de papel que parecían cartas muy pequeñas y ominosas. Con ella cortaba de un solo tajo la cola. Yo había leído entre los libros de mi padre que la lagartija se desprende voluntariamente de la cola para entretener a los depredadores mientras ella escapa. Este no era el caso. Estaba atrapada por un animal más grande, Luiyo, que no había identificado como depredador. No abandonó su rabo. Se lo cortó Luiyo con una mueca extraña. Levantaba el lado izquierdo de su boca como si estuviese sufriendo un derrame cerebral. Ese gesto siempre lo hacía cuando estaba contando una mentira y cuando torturaba animales.

Miraba aquel rabo moviéndose solo y me causaba un terror íntimo que me cuidaba de no expresar. ¿Sabría esa cola que estaba sola en el mundo? ¿Tendría conciencia? Pensaba entonces en aquella película de Frankenstein que mi hermano Néstor había doblado al español con palabras malas y que hacía reír a las monjas que venían a verla a casa, divertidas, como si estuvieran cometiendo un pecadito.

Pero lo de Luiyo no se quedaba en ahí. Le cortaba las patas. A mí se me ponía la piel de gallina. Entonces me ponía a pensar en béisbol pero aquellas patas sin cuerpo eran más fuertes que mi intención de enajenarme. Entonces el torturador procedía, con aquella mueca y unos gemidos de horror falso, a cortarle la cabeza.

Aguanté las ganas de vomitar. La cabeza se movía sola. Aquel cuerpo era ahora un rompecabezas de órganos vivos. Me levanté del suelo como un resorte. “Si no vamos a jugar pelota me voy a casa”. Fue lo que alcancé a decir como justificación al miedo. Luiyo me pidió esperar. Que iba a buscar un poco de gasolina de la cortadora de grama para quemar el lagartijo de modo que no sufriera, me dijo.

Aproveché que fue a buscar el combustible y crucé el muro de bloques y alambre eslabonado. No pude esquivar las espinas. Me enterré dos. Maldije. Agarré un limón de cabro, lo mordí desesperado. La boca se lleno de un fuerte sabor agrio. Escupí las dos heridas en el antebrazo. El jugo de la fruta servía para cicatrizar. La saliva tiene algo de antibiótico. La boca me ardió por horas. Esa tarde no cené. Había unos pedacitos de carne junto con el arroz. Yo los vi moverse. Estaba hipnotizado por la tortura. Tuve ganas de vomitar.

Algunos años después Luiyo había dejado la escuela “en la que uno no aprende nada” y yo estaba listo para entrar a la universidad a la que quise ir desde que tenía diez años y vi como quemaban el edificio del ROTC. Era el 1978 y todavía no había cumplido 18 años. Luiyo se apareció por casa. Hacía años que no lo veía. Me llamó desde la acera. Salí y allí estaba con una bola de baloncesto. Que si quería hacer unos tiritos en la cancha de Parkville. Raro, porque aunque la gente de la calle jugaba baloncesto a diario desde que tengo uso de razón, ya en la adolescencia poco a poco nos interesamos cada cual en lo suyo y las visitas a la cancha fueron menos frecuentes. Luiyo nunca nos acompañaba. Eso no era lo suyo. Lo suyo era pelear a los puños y torturar animales. Sin embargo, estuve a punto de decirle que sí. ¡Qué carajo! me vendría bien un poco de sol y ejercicio. Le pedí la bola. La dribleé un poco imitando al Mago Blondet y miré su rostro. Sonreía con un solo lado de la boca.  Sentí un frío en la nuca. Pensé que era intuición pero lo cierto es que era un recuerdo. Mentí. “Tengo una rodilla lastimada, otro día”, le dije. Le devolví el balón. Me alejé dando otras explicaciones falsas sin darle la espalda. Él se quedó muy serio, la vista fija en mis ojos. Parecía murmurar algo. Entré. Cerré la puerta luego de despedirme. Respiré por unos segundos hasta que se fue el escalofrío. 

Por una rendija de la dura puerta de madera en la entrada vi que permanecía allí en la acera. Entonces me encabroné. Respiré hondo y decidí mandarlo al carajo. Eso es lo que me dictaba mi mala espina, mi sexto sentido. Un, dos, tres, abrí la puerta. Se había ido. Jamás volvimos a hablar. Lo vi unas dos o tres veces más a lo lejos. Hacía mucho tiempo su familia se había mudado aunque él regresaba a mirar la casa de vez en cuando. Poco a poco dejó de hacerlo. “Se murió Luiyo”, me dijo muchos años después una vecina. A su hermano menor sí llegué a verlo frente a la puerta de una tienda por departamentos. Estaba pidiendo dinero. Había perdido una pierna. No me reconoció. Lo llamé por su nombre. Ni se inmutó. Ya ese no era su nombre. Como ya este pueblo no se llama igual que hace 40 años.