GUAYNABO CITY CHRONICLES (El camino Alejandrino)

por Rafael Acevedo

Era el camino Alejandrino. Una estrecha calle con un puente. Un río atravesaba la ruta. Cada lluvia persistente inundaba los alrededores. El puente se hacía un monumento al poder de la naturaleza.

Al borde de la carretera, subiendo la cuesta, había una decena de casas construidas al borde de la loma. Largos pilotes sostenían las estructuras. Me parecían largas patas de garzas. 

Muchas veces me sorprendí pensando que no me hubiera gustado vivir allí, en aquellas casas colgantes del camino. Tendrían una vista preciosa a la hondonada que daba al río pero mi imaginación alimentada por el cine y las lecturas bíblicas esperaban el terremoto o el tremendo deslave.

Una tarde corrió el rumor de que a una casa se le había fracturado una pata y había rodado loma abajo, con todo y familia. Yo quise correr a ver el desastre, eran apenas 10 minutos de trote para llegar allí. Por supuesto, mi madre, sobreprotectora, me lo impidió. Yo tendría diez años. Quizás menos. Así que tuve que esperar a la mañana, cuando llegaban los periódicos. Así se confirmaban las noticias hace medio siglo. En las mañanas. 

Abrí la puerta muy temprano y allí estaban la botellas de leche y el periódico. Era verdad. Una casa se había deslizado barranca abajo. No recuerdo cuantos muertos. Recuerdo haber pensado que mi miedo era real. Concreto. Aquellas patas de garza sosteniendo casas eran muy frágiles. Imaginé que la casa habría temblado y una madre y una niña, vestidas de azul, volaban por los aires mientras la casa se hacía un montón de piedras. Vestidas de azul quizás porque irían al cielo. Porque la virgen de brazos abiertos en el cuarto de madre tenía un manto azul. Yo no sé.

El camino Alejandrino se convirtió en carretera. La Academia Wesleyana se hacía cada vez más grande ocupando el espacio de las lomas. Rodearon a la barra y el colmadito. El patio de ambos negocios pasó a ser el patio de la Academia. El río seguía sobrepasando el puente en la temporada de las lluvias. 

Casi medio siglo después, regreso allí. Vivo en aquella loma. En un edificio de apartamentos que tiene 25 pisos al que se llega justo donde comienza la Avenida Alejandrino. Al lado hay otro que tiene más o menos la misma cantidad de pisos. El área de la piscina tiene una línea amarilla porque el gazebo amenaza con caer barranco abajo. Allí, justo donde hace algunas décadas rodó una casa hasta el fondo de la quebrada. Solo yo lo recuerdo. Ni siquiera mis hermanos ni mi madre lo recuerdan. Busco en periódicos viejos y nada. 

En las mañanas, mientras preparo café, miro por la ventana hacia el barranco pensando en las jodidas vueltas que da la vida. Y que en el cuarto de mi madre, la virgen de manto azul tiene los brazos juntos en oración.

 

 

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Foto de portada: Juan Carlos Gedda Ortiz

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